Desde el cortijo que comparte nombre con la cueva continuamos observando el bosque galería que acompaña al curso fluvial hasta divisar una centenaria higuera que resalta sobre los olivares, bajo cuyo ramaje se encuentra oculta una cueva morisca, aunque de origen romano, construida en piedra que alberga en su interior un pequeño aljibe con idénticos rasgos.
Sabedores de los conocimientos y dominios hidráulicos que los árabes poseían, cabe pensar que debió ser utilizado para regar las múltiples y fértiles tierras circundantes.
Higuera centenaria que se alza entre la maleza abrazando y dejando oculta la cueva, a la que se accede por un estrecho e inclinado camino de unos quince metros que nos conduce hasta la misma boca por la que un fino y corto hilo de agua cristalina se desliza, dirigente, para unirse definitivamente a sus compañeras de viaje.
Zona por la que Ángles López Rueda pasó su niñez y que ella misma nos describió en el Nº 9 de “Andar, andar,…” de la que transcribo el siguiente párrafo:
“Andábamos un día en medio de un olivar, cuando aparecimos cerca de una higuera enorme junto al Guadalquivir. De fondo, el ruido del río que entonces llevaba un caudal abundante, el canto de los pájaros que por allí pululaban y ese olor tan especial de la higuera bajo el sol que apretaba, a esas horas, de lo lindo. No estábamos seguros, mejor yo no estaba segura, de querer bajar por la estrecha vereda que descendía sin más protección en su margen izquierda que la suerte de no resbalar. Supongo que ser hermana mayor me hacía más protectora y cauta que mi hermano, que a toda costa quería bajar por aquel estrecho sendero, pero, ¿cómo lo iba a dejar solo?, así es que vamos allá, bajamos. Recuerdo un estrecho sendero rodeado de vegetación que le daba sombra y que terminaba en una inverosímil fuente que parecía surgida allí de forma mágica. ¿Quién podría haber construido allí aquella fuente si apenas se podía entrar y para qué, si iba directamente al río? No tenía mucha lógica para mí. Manantial de agua fresquísima que bebíamos con ansía para mitigar el calor mientras escuchaba atentamente cualquier ruido, sobretodo si era el de una terrera que caía al río. Agua que manaba de una fuente con un arco de medio punto de piedras que bien podrían haberse cogido un poco más arriba por cualquiera. El entorno le daba un aire misterioso y tenía la sensación de que alguien me miraba, lo que me inquietaba aún más. Supongo que era el miedo a que mis padres descubrieran que habíamos ido hasta allí solos y era urgente salir. Volví alguna vez más, pero nunca pude evitar sentir una sensación de inquietud”
Lugar oculto, apartado y solitario, propicio para que surgieran leyendas como la trasmitida por vía oral y que un profesor: Antonio García Sanz, recuperó como componente del equipo de profesores que, constituidos en Grupo de Trabajo, en la década de los noventa profundizamos en diferentes aspectos de esta localidad, plasmados en varias publicaciones, como el de esta leyenda; cuyo texto, ilustrado con fotos de Pontones, es el siguiente:
“Era mediodía. El bochorno apuntillaba la tierna espalda de Luís, Juan y Teresa, que aporreaban silenciosos el polvo del camino entre descampados y olivos. Teresa, custodiada por sus hermanos, sostenía celosamente en la centenaria capacha el magullado puchero que contenía un bullidor cocido preparado amorosamente por el padre.
Entre Tomás y sus hijos mediaba dos largos e inclinados kilómetros todavía. El padre en lontananza inclinaba una y otra vez su cuerpo sudoroso sobre la amarillenta mies recién segada. Luis, el más pequeño, se agachaba de cuando en cuando a recoger las piedras del camino mientras los sabios pajarillos silvestres huían de rama en rama adivinando sus intenciones. Ya divisaban Ventosilla. El pilar recibe, cariñoso, el abundante chorro de agua subterránea.
Teresa, diligente, deja reposar cuidadosamente la desventura capacha sobre el verde prado circundante; entre tanto sus hermanos chapotean el agua con las manos clavando los ojos en el horizonte.
¡Padre!, grita Juan, el mediano.
Tomás, reposado, se incorpora torciendo tímidamente la mirada sobre sus hijos.
Los cuatro, juntos como tantas veces, se sientan sobre el borde del sembrado. Y Teresa presenta la ofrenda al padre que la acoge pleno de regocijo. Sus pupilas centellean por momentos, clavadas en el deleitoso manjar recién caído del cielo. Poco a poco, el fondo del puchero va ganando nitidez. Y se escucha claramente la metálica melodía. Los niños, estatuados, no consiguen apartar la mirada de su padre.
El sustento apenas engullido, unido al calor ineludible hacen pesada la siega para Tomás; quien profundo conocedor de la proximidad del “Encandao”, invita gentilmente a sus hijos a acercarse hasta allí para llenar la desnutrida botija.
La sorpresa de los niños fue mayúscula cuando al dar vista a la cueva descubrieron la presencia de una bella dama cuyas extremidades inferiores habían adoptado la asombrosa forma de un pez.
-¡Una sirena!, deletrea Teresa, la mayor de los hermanos.
Los tres huyeron desapoderadamente – como moro a su escondrijo-sin mediar palabra, hacia el lugar donde esperaba impaciente su sediento padre.
Una vez a salvo le contaron lo ocurrido; notando que el recipiente se hallaba repleto de la insólita e insípida agua cristalina”. (Antonio García Sanz. Abril de 1993).
Una de las numerosas leyendas que viene a engrosar la historia de bellas mujeres presentes desde las sirenas de la Odisea hasta nuestros días y cuyo nombre ha sido adoptado por la AMPA del IES “Mateo Francisco de Rivas”.
Olayo Alguacil González
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